Esto surgió como un divague que terminó en el planeta Venus. Mientras le contaba a mi amigo Pablo U. mi alegría por tener departamento nuevo (con dormitorio) la fuerza del subconsciente, y de la mudanza que en griego también se llamaba metáfora (de acuerdo con Leda, que de griego hizo un par de años más que yo) me hizo desembocar en este recuerdo de infancia y no tanto.
Imaginate... voy a tener dormitorio en casaaaaa. Después de cuatro años viviendo en un ambiente y de este último viviendo con Juano en el mismo ambiente. Por suerte, hemos sobrevivido y no hizo falta tramitar el divorcio. No te imaginás (o tal vez sí) lo que significa el prospecto de tener un dormitorio que no sea además oficina, living y todo lo demás.
Y es que yo hago lo que hacía la hermana de mi abuela que describía su diminuto departamento de San Telmo como si fuera una mansión señorial. Al armario lo llamaba cuarto de vestir, y al pasillito de entrada, el salón de recepción. El sillón con la lámpara delante de una bibliotequita minúscula era, por supuesto, la sala de lectura; el mueble de pared con su camita, y sus innumerables cajoncitos y puertitas. representaba no solo el cuarto de huéspedes sino además el cuarto de costura, su oficina (un gabinetito que se abría en el centro del mueble y que ella usaba de escritorio para hacer sus traducciones y papeleos) y la sala de entretenimientos (por el televisor eternamente empotrado en uno de los estantes del mueble). La mesa, que estaba delante del mueble, era el salón de banquetes y, si la corríamos contra el mueble, el espacio podía ser también un salón de baile. Un gabinete de cristal que contenía figuritas de Murano y miniaturas de porcelana, coleccionadas a lo largo de varios viajes, era a la vez galería de arte y museo.
De la mano de su imaginación, su departamento era un palacio. Un reino diminuto y exclusivo que se contradecía a si mismo con total naturalidad por arte y magia de la palabra que re-significa. La reina, desde su trono -el sillón de la sala de lectura, por supuesto-, coronada en llamas y con cetro humeante y con filtro, ejercía su poder de nombrar cosas, realidades y personas a su antojo, transformándolas, de paso, en lo que su capricho le dictara.
En realidad, los únicos dos cuartos que tenía el departamento eran el baño, de asombrosas dimensiones (por lo normales) y la cocina que debía tener, sin exagerar, medio metro cuadrado. De ahí salían los manjares más espectaculares y el café a la turca que consumíamos como si la cafeína fuera agua mineral.
Si íbamos a su casa con algún amigo, y lo adoptaba de "zorrino", lo primero que hacía era ofrecerle el tour completo de la mansión Mis amigas y amigos creían que era la vieja mas piola que hubieran conocido nunca y tenían razón. Uno de ellos la amaba tanto que hasta le dedicó unos versos en un poema suyo una vez. Y es que entrar en ese mundo era como encontrarse un genio de esos de lámpara (es que ella era un gigante en un mundo diminuto) y que, en vez de los tres deseos, te invitaran a tomarte un cafecito, con puchos, (que fumaba como para llevar al pneumólogo más liberal a la desesperación o al suicidio) y te convidaran con dulces que no parecían de este mundo y conversaciones igualmente delirantes. Todo y más en la mismísima “milyunanochesca” lámpara.
Había viajado más que muchos. Hablaba, que yo sepa, por lo menos dos idiomas además del suyo. Cocinaba como un chef Cordon Blue. Era menuda, con una melena de fuego y los ojos más celestes que he visto, aunque en la época en la que yo tuve el honor de servir en su corte ya estaban algo velados por las cataratas.
Tenía una labia que ya se la hubiera envidiado un senador romano y una boquita que podía competir con el más rudo de los marineros, tan proverbiales ellos. Yo aprendí de ella el arte de la puteada y del “hablar bien no cuesta un carajo…”
En apariencia, decente y formal, era hasta puntillosa en el orden y el cuidado de su aspecto y, por contraste, tenía un arte para la comicidad, tanto física como verbal, que te hacía pedirle, llorando y sin aliento, que por favor la cortara, porque era capaz de ponerte al borde del infarto cuando entraba en vena cómica. Su especialidad eran los aspavientos fingidos, la ocurrencia, la contradicción absurda y los ataques incontrolables de risa, que contagiaban a todo el mundo sin una razón aparente. Lo fantástico y lo caótico eran su dominio privado. Era capaz de convertir el incidente más trivial en una hecatombe de caos que terminaba en el más absoluto de los absurdos.
Hay que ver el agujerito que nos dejó esta mujer cuando se nos fue, a sus 86 pirulos, en el 91. A partir de ese día, la historia familiar tiene un antes y un después muy bien delimitados y dos tipos de miembros: los que tuvieron la suerte y el honor de conocerla y los que no llegaron a tiempo para disfrutar de sus excentricidades (o de sus merengues con crema). Si cada miembro de la familia representa algo, ella siempre representó el sentido de aventura, la independencia a ultranza, el amor por lo puramente lúdico y la magia. Estoy segura de que si Cortázar hubiera tenido la buena fortuna de conocerla, seguro que la hubiera coronado como la tía honoraria de todos los Cronopios.
El hecho de estar lejos, y el filtro piadoso por el que mi madre y el resto de la familia pasaban las noticias de ella, me evitaron el tener que presenciar sus últimos meses, que fueron, por lo que finalmente me contaron, horrendos para ella y para quienes tuvieron que transitar con ella ese último tramo en que su universo se fue desintegrando en las tinieblas de la locura senil. Yo, de esos últimos tiempos, recuerdo solamente las llamadas telefónicas que intercambié con ella, cuando todavía vivía en el reino liliputiense de San Telmo, en las que me contaba que, después de tropecientos años, un día, a los ochenta y cinco, decidió dejar de fumar “porque no le hacía bien”
Yo, que nunca he rezado ni creo en la vida de ultratumba, me descubro, en momentos de grandes cambios en mi vida, reanudando imaginarias conversaciones con ella, como si por ahí, ella hubiera encontrado la manera de seguirnos la pista como siempre lo hizo en vida. Mi recuerdo de ella termina en la plenitud de lo que ella siempre fue para todos: empecinadamente humana y mágica por partes iguales.
Un día, luego de una operación que le practicaron, mi madre me llamó por teléfono a Dallas, para decirme que los médicos pensaban que se iba a recuperar. Me dijo que había dejado a mi prima, Leda, acompañándola, mientras iba a llamarme para darme la noticia. Me dijo que no quería dejarla sola mucho tiempo, que se volvía a la habitación en cuando cortara conmigo y que ya me llamaría para contarme cómo iba. Fue durante esa conversación telefónica que la Tía Rosa falleció, con una de sus adoradas zorrinas a su lado. Cinco minutos después, se produjo el segundo llamado, inesperado, y la falta de palabras que mitigaran el golpe.
Hoy, a catorce años de su muerte, el periplo a la Meca, que para mí no está en Oriente sino en la esquina de Bolívar y México, es una peregrinación que cumplo con cada viaje. El ritual siempre es el mismo. Empieza en la Plaza de Mayo, dando de comer a las palomas como cuando mi tía me llevaba de pequeña. Desde ahí comienza la procesión sin santos, pasando por San Ignacio donde tocaba el órgano Héctor Zeoli, que fuera su vecino en Liliput, a quien ella escuchaba ensayar por las tardes y quién alguna vez creyó, no sé por qué, que yo tenía aptitudes para el canto (claro que en esa época yo no fumaba todavía). Luego el Nacional Buenos Aires y los recuerdos de las tardes que pasé en su casa, después de clase, aquel año caótico del 71 en el que hice de todo, menos estudiar. Finalmente, las dos cuadras hasta la Meca. Al llegar me paro, simplemente, a contemplar, desde afuera, el reino liliputiense que hoy pertenece a alguien que, probablemente ni se imagina que vive en un lugar tan fabuloso. Hago lo posible por recordarme a mí misma que “del exilio no se vuelve”…
Por supuesto, aunque la tentación esté presente, asomando por los limites de lo racional, no puedo quedarme ahí toda la vida, pero al irme siempre dejo en esa esquina, no una flor sino una lágrima, como Ruperta... (aunque yo no sea tuerta). Obviamente, no he aceptado totalmente esta ausencia tan conspicua. Tal vez nunca lo haga, por despecho o simplemente porque no me da la gana. Al modo de las familias esas que inventaba Julio, nuestra venganza colectiva por la ausencia ha sido el rescatar de aquel extraordinario poder de resignificación “a la marchanta” que ella tenía, la palabra que se empeñaba en usar para designarnos. Yo, que como ella no he tenido hijos, la empleo ahora para referirme a mis adorados zorrinos, incluso si tan sólo me sirve para recordarla a ella. Siempre está, además, la esperanza de que un día los zorrinos nos pregunten por qué los llamamos así. Y cuando ese día llega, entonces sí que aprovechamos y nos despachamos con lujo de detalles acerca de las peripecias de la tía, mítica y mágica, que jugaba con las dificultades y miserias cotidianas y que nos convirtió, para siempre, en bichos peludos y malolientes pero simpáticos, de lejos.
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